En el nombre de Dios
Todopoderoso, Autor de la Naturaleza, nosotros los Representantes del buen
Pueblo de la Provincia de Cartagena de Indias, congregados en la Junta plena,
con asistencia de todos los Tribunales de esta ciudad, a efecto de entrar en el
pleno goce de nuestros justos e imprescriptibles derechos que se nos han
devuelto por el orden de los sucesos con que la Divina Providencia quiso marcar
la disolución de la Monarquía española, y la erección de otra nueva dinastía
sobre el trono de los Borbones: antes de poner en ejercicio aquellos mismos
derechos que el sabio Autor del Universo ha concedido a todo el género humano,
vamos a exponer a los ojos del Mundo imparcial el cúmulo de motivos poderosos
que nos impelen a esta solemne declaración, y justifican la resolución tan
necesaria que va a separarnos para siempre de la Monarquía española.
Apartamos
con horror de nuestra consideración aquellos trescientos años de vejaciones, de
miserias, de sufrimientos de todo género, que acumuló sobre nuestro país la
ferocidad de sus conquistadores y mandatarios españoles, cuya historia no podrá
leer la posteridad sin admirarse de tan largo sufrimiento; y pasando en
silencio, aunque no en olvido, las consecuencias de aquel tiempo tan
desgraciado para las Américas, queremos contraernos solamente a los hechos que
son peculiares a esta Provincia, desde la época de la revolución española; y a
su lectura el hombre más decidido por la causa de España no podrá resistirse a
confesar que mientras más liberal y más desinteresada ha sido nuestra conducta
con respecto a los Gobiernos de la Península, más injusta, más tiránica y
opresiva ha sido la de éstos contra nosotros.
Desde
que con la irrupción de los franceses en España, la entrada de Fernando VII en
el territorio francés, y la subsiguiente renuncia que aquel Monarca y toda su
familia hicieron del trono de sus mayores a favor del Emperador Napoleón, se
rompieron los vínculos que unían al Rey con sus pueblos, quedaron éstos en el
pleno goce de su soberanía, y autorizados para darse la forma de Gobierno que
más les acomodase. Consecuencias de esta facultad fueron las innumerables
Juntas de Gobierno que se erigieron en todas las Provincias, en muchas ciudades
subalternas, y aun en algunos pueblos de España. Estos Gobiernos populares, que
debían su poder al verdadero origen de él, que es el pueblo, quisieron, sin
embargo, jurar de nuevo y reconocer por su Rey a Fernando VII, bien sea por un
efecto de compasión hacia su persona, o bien por una predilección al Gobierno
monárquico. El primer objeto de la Junta de España fue asegurarse de la
posesión de las Américas, y al efecto se enviaron Diputados a estas Provincias,
que procurasen mantener una unión considerada casi imposible. La orgullosa
Junta de Sevilla, que usurpó por algunos meses el título de “Soberana de
Indias”, fue la que más se distinguió en darse a reconocer en estos países. Dos
enviados suyos llegaron a Cartagena. Ya les habían precedido, por algunos días,
las noticias de los sucesos que ocasionaron la ruina de la Monarquía española,
y en la sorpresa y en el desorden de espíritu que causan los acontecimientos
imprevistos, Cartagena, aunque tuvo bastante presencia de ánimo para conocer
sus derechos, tuvo también bastante generosidad para no usar de ellos en las
circunstancias más peligrosas en que jamás se halló la Nación de que era parte.
Sacrificólos, pues, a la unión con su Metrópoli, y al deseo de concurrir a
salvarla de la más atroz de las usurpaciones. La Junta de Sevilla fue
reconocida de hecho, a pesar de la imprudente conducta de sus Enviados, y a
pesar de las vejaciones e insultos que los agentes del Gobierno prodigaron al
Ilustre Cabildo, y a algunos de sus dignos miembros. Este Cuerpo,
verdaderamente patriótico, elevó sus quejas al Gobierno de España en los términos
más sumisos, y pidió una satisfacción de los agravios que se le habían hecho;
pero en cambio de nuestra generosidad, sólo recibimos nuevas injurias, y en
recompensa de las riquezas que les enviamos para sostener la causa de la
Nación, vino una orden inicua dirigida al Virrey de este Reino para hacer una
pesquisa a varios individuos del Cabildo y a otros vecinos.
Tan
atroz conducta por parte de un Gobierno reconocido sólo por conservar la
integridad de la Nación, no fue capaz de desviarnos de nuestros principios:
nosotros, fieles siempre a las promesas que habíamos hecho, continuamos
manteniendo esta unidad política tan costosa, y tan contraria a nuestros
verdaderos intereses.
Entretanto
el desorden, el choque de las diversas autoridades y los males que de aquí eran
de temerse, obligaron a las Provincias de España a reunirse en un Cuerpo común
que fuese un Gobierno general. Instalóse en Aranjuez la Junta Central, y desde
este momento comenzaron a renacer nuestras esperanzas de una suerte mejor.
Triunfó la razón de las envejecidas preocupaciones, y por la primera vez se oyó
decir en España que los americanos tenían derechos. Mezquinos eran los que se
nos habían declarado; eran sujetos a la voz de los Ayuntamientos dominados por
los Gobernadores; eran los Virreyes, nuestros más mortales enemigos, los que
tenían influjo en la elección de nuestros Representantes; pero al fin la España
reconocía que debíamos tener parte en el Gobierno de la Nación; y nosotros,
olvidándonos del carácter dominante de los peninsulares, confiábamos en que
nuestra presencia, nuestra justicia y nuestras reclamaciones habrían al fin de
arrancar al Gobierno de España la ingenua confesión y reconocimiento de que
nuestros derechos eran en todo iguales a los suyos.
La
suerte desgraciada de la guerra no dio lugar a la llegada de nuestros
Representantes. Los enemigos entraron en Andalucía, y la Junta Central,
prófuga, dispersa, cargada de las maldiciones de toda la Nación, abortó bien a
su pesar un Gobierno monstruoso conocido con el nombre de “Regencia”. Dominada
por los franceses casi toda la Península y confinado este débil Gobierno a la
Isla de León, volvió sus ojos moribundos hacia la América, y teniendo ya
próximo el último periodo de su existencia, oímos de su boca un decreto lisonjero,
que le arrancó el temor de perder para siempre estos ricos países, si no
lograba seducirlos con las más halagüeñas promesas. Ofrecíanos libertar y
fraternidad; y al mismo tiempo que proclamaba que nuestros destinos no estaban
en manos de los Gobernadores y Virreyes, reforzaba la autoridad de éstos,
dejándolos árbitros de la elección de nuestros Representantes.
Eran
estas circunstancias muy críticas para Cartagena. El estado lamentable de la
España, sin más territorio libre que Galicia, Cádiz y la Isla de León,
Valencia, Alicante y Cartagena; el temor de ser envueltos en las ruinas que la
amenazaban, y de caer en las asechanzas de Napoleón; el deseo de concurrir a
salvarla por una parte; el conocimiento de nuestros derechos, las pocas
esperanzas que veíamos de que éstos se reconociesen; los males que nos
acarreaba un Gobernador insolente, por la otra, hacían un contraste bien
difícil de decidirse. Quisimos, sin embargo, abundar en moderación y en
sufrimiento, y aunque tomamos medidas de precaución para alejar de nosotros los
peligros que temíamos, nunca rompimos la integridad de la Monarquía, ni nos
separamos de la causa de la Nación. Nuestra seguridad exigió imperiosamente
prepararnos de todos modos para no caer en la común calamidad, y al efecto
quisimos que el Cabildo como un Cuerpo compuesto de patricios, interviniese con
el Gobernador en la Administración del Gobierno, y cuando ya no bastaba esta
providencia, fue preciso deponer a este mismo Gobernador, entrando en su lugar
el que las leyes llamaban a sucederle. Las causas que nos movieron a este hecho
estaban legalmente justificadas en todas las formas jurídicas; el mismo
Comisionado que la Regencia nos envió no pudo menos de aprobarlas; y además
sometíamos a aquel Gobierno el examen de nuestra conducta. Le ofrecimos
fraternidad y unión, le enviamos cuantiosos socorros de dinero para sostener la
guerra contra la Francia, le protestamos sinceramente que nuestros sentimientos
serían inalterables, siempre que se atendiese nuestra justicia, se remediasen nuestros
males y hubiese esperanzas de que se salvara la Nación. Nada bastó, nada
conseguimos. La Regencia, orgullosa con un reconocimiento que apenas se atrevió
a esperar, mostróse indiferente a nuestras reclamaciones, y en vez de
escucharlas, como merecían, dictó órdenes dignas del favorito de Carlos IV. A
nuestras sumisiones, a nuestras propuestas de amistad, correspondió con
palabras agrias e insultantes; y para acallar nuestras quejas, para darnos las
gracias por los tesoros que le prodigamos, improbó nuestras operaciones en los
términos más insolentes y nos amenazó con todo el rigor de la Soberanía mal
reconocida aun en el mismo recinto de Cádiz. En la corta época que duró el
Consejo de Regencia, su conducta fue en todo consiguiente a los tiránicos
principios que había adoptado con nosotros: los efectos fueron en todas partes
casi iguales. Varias Provincias de América declararon su independencia: la
capital de este Reino y muchas de sus Provincias internas siguieron los mismos
pasos. Tan seductor era este ejemplo, y tan justos los motivos que teníamos
para imitarlo, no pudo, sin embargo, alterar nuestra conducta, a pesar de que
los agentes del Gobierno de España ponían todo su conato en disgustarnos. Las
sangrientas escenas de la Paz y de Quito, los crueles asesinatos de los Llanos,
pusieron nuestro sufrimiento a la última prueba: mas a pesar de esto, obró la
moderación. Nosotros formamos una Junta de Gobierno para suplir las autoridades
extinguidas en la capital; pero no negamos la obediencia a los Gobiernos de España:
nuestra Junta tenía, es verdad, facultades más amplias que las de los Virreyes;
pero la Regencia había obstruido todos los canales de la prosperidad pública,
declarando que sólo atendía a la guerra y era menester que nosotros mirásemos
por nuestra suerte.
Acercóse
entretanto la época en que iban a realizarse nuestras esperanzas y a fenecer
nuestros males. La España, justamente disgustada del ilegal Gobierno de la
Regencia, apresuró la instalación de las Cortes generales. Se anunció este
Cuerpo al mundo con toda la dignidad de una gran Nación, y proclamó principios e
ideas tan liberales, cual no les esperaba la Europa de la ignorancia en que creía
sumidos a los españoles. Declarada la Soberanía de la Nación, la división de
los Poderes, la igualdad de derechos entre europeos y americanos, la libertad
de imprenta y otros derechos del pueblo, nada más nos quedaba que desear sino
verlo todo realizado; y seducidos con unas ideas tan halagüeñas, creímos que
empezaba ya a rayar la aurora de una feliz regeneración. Reconocimos, pues, las
Cortes; pero hechos más cautos con las lecciones de lo pasado, y convencidos
por nuestra propia experiencia de que un Gobierno distante no puede hacer la
felicidad de sus pueblos, las reconocimos sólo como una soberanía interina,
mientras que se constituían legalmente conforme a los principios que proclaman,
reservándonos siempre la Administración interior y gobierno económico de la
Provincia. Mas, presto conocimos que las mismas Cortes no estaban exentas del
carácter falaz que ha distinguido a los Gobiernos revolucionarios de España. La
libertad, la igualdad de derechos que nos ofrecían en discursos, sólo eran con
el objeto de seducirnos y lograr nuestro reconocimiento. En nada se pensó menos
que en cumplir aquellas promesas: los hechos eran enteramente contrarios; y
mientras que la España nombraba un Representante por cada cincuenta mil
habitantes aun de los países ocupados constantemente por el enemigo, para la América
se adoptaba otra base calculada de intento para que su voz quedase ahogada por
una mayoría escandalosamente considerable, o más bien diremos que las
inconsecuencias que se cometieron en este particular, asignando unas veces un
Diputado para cada Provincia y después veintiocho por toda la América,
indicaban un refinamiento de mala fe respecto de nosotros. Siendo la Nación
soberana de sí misma, y debiendo ejercer esta soberanía por medio de sus
representantes, no podíamos concebir con qué fundamentos una parte de la Nación
quería ser más soberana y dictar leyes a la otra parte, mucho mayor en población
y en importancia política; y cómo siendo iguales en derechos no lo eran también
en influjo y los medios de sostenerlos.
Nosotros
debimos oponernos a tan degradante desigualdad. Reclamamos, representamos nuestros
derechos con energía y con vigor, los apoyamos con las razones emanadas de la
misma declaratoria del Congreso nacional; pedimos nuestra administración
interior, fundándola en la razón, en la justicia, en el ejemplo que dieron
otras Naciones sabias, concediéndola a sus posesiones distantes aun en el
concepto de Colonias, que estaba ya desterrado de entre nosotros; y últimamente
ofrecíamos de nuevo, sobre estas bases, la más perfecta unión, y para mostrar
que no eran vanas palabras, enviamos los auxilios pecuniarios que nos permitían
las circunstancias. Los que llamaban Diputados de la América, sostuvieron en
las Cortes con bastante dignidad la causa de los americanos; pero la obstinación
no cedió: la razón gritaba en vano a los ánimos obcecados con las
preocupaciones y la ambición de dominar; sordos siempre a los clamores de
nuestra justicia, dieron el último fallo a nuestras esperanzas, negándonos la
igualdad de representantes, y fue un espectáculo verdaderamente singular e
inconcebible ver que al paso que la España europea con una mano derribada del
trono del despotismo, y derramaba su sangre por defender la libertad; con la
otra echase nuevas cadenas a la España americana, y amenazase con el látigo
levantado a los que no quisiesen soportarlas.
Colocados
en tan dolorosa alternativa, hemos sufrido toda clase de insultos por parte de
los agentes del Gobierno español, que obrarían sin duda de acuerdo con los
sentimientos de éste; se nos hostiliza, se nos desacredita, se corta toda
comunicación con nosotros, y porque reclamamos sumisamente los derechos que la
Naturaleza, antes que la España, nos había concedido, nos llaman rebeldes,
insurgentes y traidores, no dignándose contestar nuestras solicitudes el
Gobierno mismo de la Nación.
Agotados
ya todos los medios de una decorosa conciliación, y no teniendo nada que
esperar de la Nación española, supuesto que el Gobierno más ilustrado que puede
tener desconoce nuestros derechos y no corresponde a los fines para que han
sido instituidos los Gobiernos, que es el bien y la felicidad de los miembros
de la sociedad civil, el deseo de nuestra propia conservación y de proveer a
nuestra subsistencia política, nos obliga a poner en uso los derechos
imprescriptibles que recobramos con las renuncias de Bayona, y la facultad que
tiene todo pueblo de separarse de un Gobierno que lo hace desgraciado.
Impelidos
por estas razones de justicia que sólo son un débil bosquejo de nuestros
sufrimientos, y de las naturales y políticas que tan imperiosamente convencen
de la necesidad que tenemos de esta separación, indicada por la misma
naturaleza, nosotros los Representantes del buen Pueblo de Cartagena de Indias,
con su expreso y público consentimiento, poniendo por testito al Ser Supremo de
la rectitud de nuestros procederes, y por árbitro al mundo imparcial de la
justicia de nuestra causa, declaramos solemnemente, a la faz de todo el mundo,
que la Provincia de Cartagena de Indias es desde hoy de hecho y por derecho
Estado libre, soberano e independiente; que se halla absuelta de toda sumisión,
vasallaje, obediencia, y de todo otro vínculo de cualquiera clase y naturaleza
que fuese, que anteriormente la ligase con la Corona y Gobierno de España; que
como tal Estado libre y absolutamente independiente, puede hacer todo lo que
hacen y pueden hacer las Naciones libres e independientes. Y para mayor firmeza
y validez de esta nuestra declaración empeñamos solemnemente nuestras vidas y
haciendas, jurando derramar hasta la última gota de nuestra sangre antes que
faltar a tan sagrados compromisos.
Dada
en el Palacio de Gobierno de Cartagena de Indias, a los 11 días del mes de
noviembre de 1811, el primero de nuestra independencia.
Ignacio Cavero, Presidente. Juan de Dios
Amador, José María García de Toledo, Ramón Ripio, José de Casamayor, Domingo
Granados, José María del Real, Germán Gutiérrez de Piñeres, Eusebio María Caníbal,
José María del Castillo, Basilio del Toro de Mendoza, Manuel José Caníbal,
Ignacio de Narváez y la Torre, Santiago de Lecuna, Joseff María de la Terga,
Manuel Rodríguez Torices, Juan de Arias, Anselmo José Urreta, José Fernández de
Madrid. José María Benito Revollo, Secretario.