jueves, julio 31, 2008

Evolución del derecho constitucional colombiano entre 1819 y 1840

EVOLUCIÓN DEL DERECHO CONSTITUCIONAL COLOMBIANO ENTRE 1819 Y 1840

Por Leandro Medina.

Como contribución al sencillo homenaje que la Academia Colombiana de Jurisprudencia tributa al Hombre de las Leyes en el primer centenario de su fallecimiento, se me ha pedido escribir un comprimido, de las propor­ciones de un breve artículo de periódico, sobre el tema que encabeza estas líneas; y a ello me ciño, aunque bien se echa de ver que no es posible entrar a fondo en un asunto de tanta magnitud encerrándolo en límites tan estrechos.

Se trata, en el pensamiento de la Academia, de señalar la intervención o siquiera la presencia del General Francisco de Paula Santander en el movi­miento constitucional de nuestra Nación en el tiempo comprendido entre los dos años extremos de 1819 y 1840, lo que implícitamente insinúa tomar como punto de partida la fecha gloriosa del 17 de diciembre de 1819, en que el Congreso reunido en Santo Tomás de Angostura (hoy Ciudad de Bolívar), sobre el Orinoco, expidió la Ley Fundamental de la República de Colom­bia, sancionada el mismo día, y como terminal, el 6 de mayo de 1840, día en que se extinguió la vida terrenal del grande hombre, dejando luto y estupor en el corazón de esta Patria que ayudó a fundar y en cuya organización civil y política tomó principalísima parte.

El período propuesto de nuestro Derecho Constitucional comprende dos épocas: una, de doce años escasos, que corresponde a Colombia, la Gran Colombia, y corre del 17 de diciembre de 1819 al 17 de noviembre de 1831, fecha en que la Convención Constituyente reunida en Bogotá el 20 de octubre de ese año, tras el melancólico y doloroso derrumbamiento de la creación excelsa de Bolívar, expidió la Ley Fundamental del Estado de la Nueva Granada, que reconoció en nuestro Derecho Constitucional Positivo el hecho de la disgregación; y otra, de ocho años y medio, relativa sólo a la Nueva Granada, del 17 de noviembre de 1831 al 6 de mayo de 1840, en que la muerte suprimió la intervención de General Santander en la vida jurídica y política del nuevo Estado, sucesor del antiguo Virreinato de la Nueva Granada, sin la Capitanía General de Venezuela ni la Presidencia de Quito, erigidas ahora en nuevas nacionalidades, independientes.

No había al comenzar este período Derecho Constitucional positivo vigente, de origen popular y representativo, porque las numerosas, las su­perabundantes constituciones políticas, sobrado ingenuas, románticas y re­glamentarias, que se dieron las Provincias de la Nueva Granada en el tiempo candoroso de la Patria Boba, habían quedado abrogadas con la reconquista llevada a cabo entre 1815 y 1817 por el Pacificador Morillo y sus tenientes.

Fueron ellas: la de la Provincia de Cundinamarca (año de 1811), Repú­blica de Tunja (1811), Estado de Antioquia (1812), la segunda de Cundi­namarca (1812), Estado de Cartagena de Indias (1812), la tercera de la Pro­vincia de Cundinamarca (reforma de la de 1812), en 1815, la del Estado de Mariquita (1815), y la de la Provincia de Neiva (1815).

Por la misma causa catastrófica de la anulación de la independencia general del Reino, quedaron sin vigor ni observancia las declaraciones de independencia de Santafé, Cartagena, Antioquia, etc., el Acta de federación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada (1811), la Reforma de esa Acta (1814), y todo cuanto significó soberanía e independencia. ¡Que todo fue abatido por la furia desencadenada del ciclón devastador que constituyó la luctuosa Época del Terror!

Refugiada la libertad en los desiertos orientales, adonde huyeron los restos miserables de las huestes republicanas deshechas en combates y sitios desastrosos, fue poco a poco resurgiendo, al conjuro del genio de Bolívar, abnegadamente secundado por una pléyade gloriosa de héroes y próceres. Pero en la imposibilidad de hacer elecciones y elegir representantes del pueblo, forzosamente no hubo en el ínterin más autoridad que la suprema suya, de orden militar, absoluta y sin contrapeso, necesaria así para los fi­nes de la acertada conducción de la guerra.

Y fue él quien, atemperando laudablemente la omnímoda autoridad que ejercía, dictó, en octubre y noviembre de 1817, en Angostura, importantes decretos sobre organización de la Administración Pública, especialmente en lo judicial, administrativo, militar y fiscal; y a fines de 1818 convocó a elecciones para el Congreso que se reunió en febrero de 1819 en angostura y que expidió, como norma constitucional, la más importante, la Ley Fun­damental de la República de Colombia.

El Congreso de Angostura, en el tiempo y las circunstancias en que se convocó, instaló y comenzó sus labores, fue un alarde de civismo, una ha­zaña del amor por las instituciones civiles, representativas y democráticas, puesto que la situación era tan azarosa, sojuzgadas y martirizadas Nueva Granada y Venezuela, y libres apenas la región del Orinoco, en donde tenía Bolívar su cuartel general, y algunas otras porciones discontinuas de territo­rio venezolano; y los Llanos de Casanare en Nueva Granada, que no pudieron concurrir representantes más que de un corto número de Provincias. Y sin embargo, ese reducido grupo de padres conscriptos, que no llegaban a veinte, fueron dignos de su magna tarea, pues dictaron el Estatuto Fundamental de la Gran Colombia y echaron de nuevo los cimientos del patrio derecho constitucional, derruido por la barbarie pacificadora.

No tuvo grande influencia ni intervención el General Santander en esos comienzos de la obra legislativa, empezada cuando aún no se había emprendido la campaña libertadora de la Nueva Granada, que culminó en el Pantano de Vargas y Boyacá. Sus empresas por entonces eran principal­mente guerreras, y la suma del poder, absoluto, irresponsable, dictatorial, pero bien indicado en tal coyuntura para la eficacia de acción en la lucha emancipadora, se hallaba en manos de Bolívar, quien, una vez sancionados por él los reglamentos que en febrero de 1819, expidió el Congreso, sobre ejercicio de las funciones presidenciales, establecimiento del Poder Judi­cial y Gobierno del Estado, abrió la admirable campaña, en que tocó al héroe granadino parte tan principal y decisiva, comandando la división de vanguardia, que abrió paso al Ejército patriota por entre enemiga naturaleza y hombres enemigos, y aseguró el éxito feliz de la épica expedición.

Fue a partir del triunfo de Boyacá, esto es, desde que, libertada o fun­dada propiamente una patria para los colombianos, hubo necesidad de ocu­parse en organizarla civil y políticamente, para darle una estructura sólida y estable, de gobierno representativo, responsable y democrático, cuando empezó a manifestarse la más eficiente y luminosa actuación del General Santander, con todo y haber sido también hasta allí tan señalada su obra de militar pundonoroso y valiente, experto y abnegado.

Al organizar Bolívar, en Santafé de Bogotá, el Gobierno de la Nueva Granada, antes de regresar a Venezuela en la última campaña, la de su defini­tiva emancipación, nombró Vicepresidente, para que ejerciera en su ausencia el Poder Ejecutivo, al General Santander. Designación afortunada, que demues­tra a un tiempo el conocimiento y aprecio que tenía el Libertador de las virtu­des patricias y admirables dotes de organizador del insigne granadino, y el generoso propósito, exento de todo recelo y emulación innoble, de hacer, como verdadero Padre de la Patria, que la República estuviera orientada y regida por sus hombres más dignos, y que la gratitud nacional estimulara y recompensara los sacrificios cruentos en la guerra y los eminentes servicios en toda ocasión prestados a la causa pública por quien luego mereció ser llamado el Organiza­dor de la Victoria, título que la historia recogió y la posteridad le ha ratificado.

Puede decirse que en la plasmación de la fisonomía eminentemente civil y legalista que distingue y siempre ha caracterizado a nuestra Patria desde sus comienzos, corresponde, a más de otras influencias ancestrales, una parte importante al General Santander.

El mérito excepcional del General Santander, que lo eleva sobre mu­chos de los grandes hombres que florecieron en los pueblos de lo que fue la Gran Colombia en esa época de maravillosa fecundidad espiritual, necesaria para los fines de la transformación providencial que debía cumplirse en el período de la Independencia y en los comienzos de la inexperta República, fue el de haber querido y sabido sobreponer e imponer los fueros de la ley y el respeto a los derechos del individuo y del ciudadano, contra la discre­cional arbitrariedad del militarismo pujante y triunfante.

De entre aquella "constelación de cíclopes que iluminó la noche" tres veces secular de la esclavitud en que había gemido la Patria, el mayor nú­mero eran militares brillantes y prestigiosos, cargados de laureles y engreídos en el esplendor de magníficas hazañas y resonantes victorias, por donde se creían colocados encima de la ley, y eran a menudo turbulentos, autoritarios y díscolos.

El pueblo, sencillo, ignorante, asombrado, no educado bajo el régimen colonial para la vida propia, acabado de sacar de la servidumbre, y lleno de natural admiración hacia sus heroicos libertadores, con facilidad se hubiera dejado arrastrar al caudillaje, que estaba en el ambiente, si no le toca en suerte ser regido y organizado como Nación y Estado por Santander, quien, caudillo ilustre él también, pero antes que caudillo, jurista y pensador, salido en temprana edad de las aulas famosas de San Bartolomé para darse por entero a la República, prefirió sin vacilación la gloria de la toga a la de la espada, ser súbdito de ley, con el pueblo, a ser amo del pueblo, sin la ley. Y ese encauzamiento feliz de los comienzos preservó la República para lo porvenir e hizo de su suelo campo impropicio por siempre jamás para la tiranía y el despotismo, así fuera el genio fulgurante de Bolívar, Libertador y Padre de la Patria, quien quisiera ejercerlo.

Y como organizador de la Administración Pública de un país que de la tutela colonial pasó súbitamente a un período de casi diez años de des­concierto y confusión, desde que en 1810 se declaró rebelde al yugo español, hasta que a fines de 1819 empezó a implantar un gobierno regular y estable de nación independiente, Santander hizo verdaderos milagros y se reveló como un estadista de primer orden, que a todo atendió con ejemplar con­sagración y providente eficacia: a levantar ejércitos de mar y tierra para reforzar y reponer las huestes republicanas que con Bolívar, Sucre, Córdoba, Padilla y tantos otros, luchaban por consolidar la independencia de Colom­bia y conseguir también la del Perú y Bolivia; a organizar la Hacienda Pública y la Administración, cosas nuevas y sin precedentes para la recién nacida República; a acreditarla ante el mundo exterior como digna de la convivencia internacional por la seriedad y cordura de sus procedimientos y sus actos; a aprestigiar y hacer amable el nuevo orden de cosas, para que los pueblos recién salidos de la servidumbre y puestos ante el espectáculo de la guerra, primero, con su cortejo de sangre, de crímenes y calamidades, y del agitado y tumultuoso movimiento vario de la vida pública y política luego, cosas para ellos extrañas e inquietantes, aprendieran a amar y vivir la República, a conocerla por sus frutos, y no fueran a echar de menos el régimen colo­nial y a suspirar por el retorno a él, con su anémica tranquilidad y su paz letárgica, semejante al reposo de las aguas estancadas y pútridas.

Así inculcó de manera indeleble y práctica en las multitudes la concien­cia del derecho colectivo vivido y consagrado en las instituciones positivas con arreglo a las cuales se organizaba y cimentaba la joven nación como persona efectiva, plena y total de derecho humano.

Y es esa la notoria y fecunda influencia del General Francisco de Paula Santander en la elaboración y concreción del Derecho Constitucional co­lombiano, ejercida con intermitencias de intensidad y acierto en los veintiún años de su procera vida pública corridos entre 1819 y 1840.

El movimiento de nuestro Derecho Constitucional positivo coetáneo del General Santander, apenas es dable señalarlo cronológicamente en un artículo de la corta extensión, ya excedida, del que me ha sido señalado como tarea.

Después de expedida la Ley Fundamental de 1819, ya mencionada, que aunque para toda la Gran Colombia sólo podía aplicarse a Nueva Gra­nada y Venezuela, porque el territorio de la Presidencia de Quito se hallaba todo él en poder de España, y aun era dudoso si entraría a la Provincia de Guayaquil, que había sido anteriormente separada de aquélla por la Corona y agregada al Virreinato del Perú, el Congreso de Angostura no tardó en disolverse, tras expedir algunas leyes más, necesarias para propender al normal funcionamiento de los poderes públicos y a la más inmediata reunión del Congreso General de los pueblos libertados, que debía efectuarse en el Rosario de Cúcuta.

Este Congreso, más representativo que el anterior, si cabe la expresión, puesto que fue elegido por número mayor de sufragantes, dado que había aumentado grandemente el territorio emancipado, repitió, con algunas supre­siones, variantes y adiciones, la "Ley Fundamental" de la República de Colom­bia, denominándola ahora "de la unión de los pueblos de Colombia," la cual fue sancionada por Santander como Vicepresidente, reelegido por el mismo Congreso para actuar en Cundinamarca, nombre entonces de la Nueva Granada.

Como cosa de más aliento y mayor alcance, paso definitivo en la organi­zación de la República, se expidió el Estatuto de 30 de agosto de 1821, que sancionó el Libertador el 6 de octubre. Esa Constitución entraña un notorio adelanto, tanto en el orden y método de redacción como en la substancia misma; y a su obediencia se incorporó el Ecuador en 1822, después de li­bertado en la memorable batalla de Pichincha.

Y fue esa Magna Carta la más gloriosa y trascendente en la historia constitucional de la Gran Colombia, porque fue ella la única que rigió para toda la colosal estructura política que llevó ese nombre legendario.

La Constitución de 1830, expedida en Bogotá, todavía para la Gran Colombia, no tuvo súbditos, porque Colombia agonizaba... Odios, envidias, rencores, incomprensiones, rencillas, ambiciones y rivalidades regionales encarnadas en los propios caudillos de la revolución emancipadora, la lleva­ron por ese tiempo a la fatal disgregación, de donde surgieron las tres nuevas y por entonces rivales Repúblicas de Venezuela, Ecuador y Nueva Granada, hoy Colombia; y así, aquella más adelantada y notable Constitución vino a quedar como un monumento funerario, un mausoleo magnífico erigido a la memoria de un muerto cuya grandeza pasmará a muchos siglos.

Disuelta Colombia, la Convención Constituyente de la Nueva Granada expidió para ésta la Ley Fundamental de noviembre de 1831, a que siguió la Constitución de 1832, y eligió Presidente de la República al General Santander, a quien le tocó gobernar con la nueva Carta, que era la que regía aún en el momento de su muerte, el 6 de mayo de 1840, tiempo en que Santander dirigía la oposición al Gobierno en las Cámaras y fuera de ellas.

La personalidad militar, civil, política y sobre todo administrativa, del General Santander, fue, sin que sea posible negarlo ni ponerlo en duda, uno de los más grandes y valiosos aportes que la Colombia de hoy y Nueva Granada de aquellos tiempos heroicos pueda enorgullecerse de haber hecho a la causa de la Independencia y fundación de una patria libre para tres Re­públicas americanas, que eran en 1825; cinco que llegaron a ser en 1830, y seis que hoy son, surgidas al conjuro mágico de la espada milagrosa de Bo­lívar, con el concurso de sus tenientes y colaboradores de diversos órdenes.

Errores, aberraciones, inconsecuencias, injusticias, pequeñeces pueden señalarse, es verdad, en la vida del General Santander, pero son tan contados, tan excepcionales los grandes hombres de quienes no pueda decirse otro tanto, sin que eso autorice para desconocer sus méritos relevantes, negarles la admiración que bien merecen, o desagradecer sus servicios eminentes a la causa pública, que en la brillante trayectoria que señala su carrera en con­junto, deben considerarse como pequeños puntos oscuros de discontinuidad en una ancha estela luminosa; como "la sombra que hace resaltar la estrella", para valerme del símil feliz de Díaz Mirón.

Y por otra parte, no se trata, porque no es magnánimo, no es generoso, no es lícito, en los días de la glorificación centenaria del egregio repúblico, de hacer una implacable disección de una vida humana, sino de rendir un fervoroso homenaje de veneración, de gratitud y de admiración al héroe, al prócer, al estadista y conductor de la República en tiempos de desconcierto y arduas dificultades: a uno de los más sobresalientes entre los fundadores de nuestra nacionalidad.

Si para servir a la Patria, sustentarla, engrandecerla y merecer la gratitud de los contemporáneos y la consagración de la posteridad fuera menester ex­hibir en todo monumento una vida absolutamente límpida, incontaminada, impoluta, seguramente no sería entre los hombres donde los pueblos podrían encontrar sus benefactores, libertadores y conductores, sino que tendrían que buscarlos en la esfera de lo sobrenatural y encarnarlos en el mito y la leyenda.

Una equivocación lamentable, una desviación de los cauces naturales del patriotismo, se ha cometido obstinadamente con respecto a la memoria y el culto al General Santander. Consiste ella en empequeñecerlo, en reducir su talla superior de hombre de la Nación y de la Patria, hasta encajarlo en el molde estrecho de un partido político, cual si hubiera el empeño sacrílego de restarle devotos y admiradores de entre los colombianos que no pertene­ciendo a ese mismo partido, temen -caracteres débiles, almas pusilánimes, entendimientos incultos- que se les considera como apóstatas o desleales a su partido si sienten o exteriorizan admiración, entusiasmo y gratitud hacia ese prohombre, que fue, aun a pesar de quienes no quisieran que lo hubiera sido, uno de los ínclitos Padres de la Patria.

Y ya que la obligada brevedad de este modesto artículo de homenaje mío, cordial y espontáneo, de colombiano consciente y libre, a la memoria del General Santander, no me permite entrar en un análisis detenido y prolijo de la evolución del Derecho Constitucional colombiano entre 1819 y 1840, ni de la intervención que en ella tuvo el jurista por temperamento y educa­ción, y gran estadista, séame al menos dable terminar con la transcripción de este hermoso, de este noble, de este edificante canon de su credo político, formulado, a manera de testamento ya irrevocable, en momentos los más solemnes y definitivos de su terrenal existencia: cuando el cuerpo volvía al polvo elemental y el alma se adentraba por la puerta misteriosa de la eterni­dad. Palabras de la más pura y elevada doctrina constitucional, de política justa y verdaderamente republicana, que debieran tener siempre presentes, para darles honrada aplicación, quienes diciéndose miembros del partido en que a él se le encasilla, han hecho reiterados alardes -y no, por cierto, el actual Presidente de la República- de ser gobernantes de un partido y para un partido solamente, contra otro partido o los demás partidos en que se agrupan los hijos de la Patria colombiana.

Dice así el Diario de Pablo Villar, Diputado por Santa Marta al Congreso de 1840 y devoto partidario que asistió a la agonía del ilustre granadino:

"Abril 28, por la noche -(Trascribe un diálogo entre el General San­tander y uno de sus visitantes, el doctor Francisco Soto, a quien el ilustre enfermo refiere la visita que en la mañana de ese día le ha hecho el doctor José Ignacio de Márquez, Presidente de la República, y la conversación habida entre los dos, en la cual el General Santander le ha dicho a su interlocutor): ... Que deseaba ardientemente un término feliz para su administración; pero que esta feliz terminación no podía lograrse si el Gobierno no adop­taba el principio de ser el Gobierno de la Nación, y no el de un partido. El Gobierno es para todos, porque todos somos granadinos y tenemos igual derecho a su protección (pausa proveniente de un acceso de náusea)... Sí (dirigiéndose al doctor Soto), no puede haber terminación feliz sin tranqui­lidad, y sin tranquilidad ni aun podemos ser buenos cristianos... Trabajen ustedes (dirigiéndose al doctor Merizalde y a otros), por un Presidente que lo sea de la Nación y no de un partido; trabajen ustedes por conservar sus derechos y garantías; por esta Patria a quien todo se lo debemos ...".

Y así descendió al ocaso, lanzando fulguraciones esplendentes de sana doctrina política y acendrado patriotismo, ese sol de la democracia co­lombiana.

Bogotá, mayo de 1940.